El 15 de abril de 1874 abría sus puertas en París una exposición de cuadros pertenecientes a varios pintores que se conocían entre sí y a quienes unía el hecho de no gustarles la pintura oficial que entonces se desarrollaba en Francia. Este grupo de Batignolles, así llamado porque el café en el que se reunían se encontraba en dicha calle, llegó incluso a fundar una sociedad cooperativa desde la cual se pediera abordar, entre otras cosas, la defensa de sus propias posiciones e ideas en el campo de la pintura y la organización de una exposición de sus obras, rechazadas en los ambientes oficiales.
Degas, Bailarinas en rosado, 1874
Degas, Bailarinas en rosado, 1874
Así las cosas, en la exposición participaron 39 artistas y la crítica fue con ellos demoledora, siendo las ventas casi inexistentes. Claude Monet, Edgar Degas, Berthe Morisot, Camile Pisarro, Alfred Sisley o Pierre Auguste Renoir fueron algunos de los autores que comenzaron a recibir el nombre de impresionistas, en tono despectivo, precisamente por un cuadro de Monet que figuraba en la muestra, "Impresión: sol naciente". A este primer "Salón de los impresionistas" siguieron otros dos, en 1877 y 1879, mientras la crítica se mantenía firme en sus posiciones. El grupo acabaría disolviéndose y sus miembros seguirían caminos diferentes, aunque los más destacados concluyeron alcanzando el favor de la crítica y el del público.
Monet, El puente de Argenteuil, 1874
Pero, ¿qué es lo que planteaban los impresionistas que les hizo ser tan criticados y, más tarde, tan admirados? Estamos en presencia de una curiosa revolución pictórica. Curiosa porque la pintura impresionista sigue siendo realista; revolucionaria porque plantea toda una nueva forma de concebir el objetivo de la pintura. Para estos artistas, lo importante es la luz, algo tan etéreo que venía atrayendo la atención de los mejores pintores desde la Edad Media. Pintar la luz y cómo ésta se refleja en los objetos es el máximo interés de los impresionistas. Por tanto, lo que se pinta es, por definición fugaz, porque la luz natural cambia constantemente. Para ello se recurre, aunque no siempre, al empleo de colores puros, confiando en que sea el ojo del espectador el que los mezcle, aplicando así la teoría de los colores recientemente planteada.
La luz obliga a los impresionistas a salir a la calle, al campo, al mar, a pintar al aire libre, abandonando el estudio. Por eso en un catálogo general de estos artistas predominaría de forma absoluta el paisajismo. Habitualmente emplean una pincelada suelta y gruesa, con colores aplicados tal cual salen del bote de pintura, y rehuyen los claroscuros. Y como les interesa la fugacidad de las cosas, a veces las pintan varias veces para dejarnos una crónica de cómo la luz va cambiándolas constantemente.
La luz obliga a los impresionistas a salir a la calle, al campo, al mar, a pintar al aire libre, abandonando el estudio. Por eso en un catálogo general de estos artistas predominaría de forma absoluta el paisajismo. Habitualmente emplean una pincelada suelta y gruesa, con colores aplicados tal cual salen del bote de pintura, y rehuyen los claroscuros. Y como les interesa la fugacidad de las cosas, a veces las pintan varias veces para dejarnos una crónica de cómo la luz va cambiándolas constantemente.
Fue así como en una sociedad en la que ya se estaba desarrollando la fotografía los impresionistas abrieron nuevos caminos a la pintura y demostraron que la posibilidad de innovación en arte es casi infinita. Para ellos, el color, cada color, no era más que una modalidad de la luz. Y con estos planteamientos iluminaron el ambiente de una ciudad, París, que alcanzaba ya su primacía absoluta en el mundo del arte contemporáneo. Hacia 1880 el grupo de los impresionistas estaba ya prácticamente disuelto y algunos de sus miembros enfrentados entre sí. Pero el trabajo estaba hecho.
Berthe Morisot, En el comedor, 1875
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