Paul Gauguin (1848-1903), formado con los impresionistas, se apartó de ellos apostando por la fuerza emocional y el contenido simbólico de la forma y el color.
Crítico de la civilización, se apartó de París y buscó primero su estilo pictórico en Pont-Avon, en el interior de la provincia de Bretaña, y luego lo hizo aún más lejos, pintando a los nativos y los paisajes de la Polinesia. Él, que se autoproclamaba salvaje y que con su amigo Van Gogh constituyó uno de los casos más dramáticos de marginación de todo el arte contemporáneo, creó la leyenda del artista que huye de la sociedad para encontrar las fuentes de la poesía en medio de una naturaleza y de unas gentes que aún no habían sido contaminadas por la civilización y cuyo arte, que – a diferencia del europeo- no se había interesado jamás por la imitación de la naturaleza ni por la belleza ideal, poseía aquello que tanto estaba empezando a interesar a muchos artistas europeos: una gran sencillez técnica, una estructura muy clara y una enorme expresividad. En su cuadro “¿De dónde venimos? ¿Qué somos ¿A dónde vamos?" (1897), una especie de testamento personal, planteó una serie de preguntas cruciales para las que no había –al menos para él- respuesta. Y para hacerlo, en vez de recurrir al repertorio de símbolos e imágenes acuñados por el arte occidental, creó su propio universo simbólico con elementos extraídos de su propio mundo personal – de sus sueños, de sus miedos, de sus recuerdos- y pintados tal y como él los veía en su propio interior, utilizando para ello la memoria, lo que se traduce de manera inmediata en el aspecto de su pintura, pues, a diferencia de la vista, la memoria no da detalles, suaviza los colores, los dispone en superficies planas y es inmune a los cambios de luz, consiguiendo con ello liberar a sus imágenes de las cadenas del realismo.
Con su utilización expresiva de la forma y del color – con sus “deformaciones expresivas” – Van Gogh y Gauguin estaban abriendo a los artistas las puertas del expresionismo.
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