martes, 21 de enero de 2014

Museo de Orsay


El Musée d’Orsay, ubicado en París, reúne una de las colecciones de arte  del siglo XIX más importante  a nivel mundial. A este incuestionable atractivo agrega su emplazamiento: una antigua estación de tren especialmente reciclada con fines museísticos.
 La estación de Orsay, construida por el arquitecto Víctor Laloux para la Exposición Universal de 1900, responde estructuralmente a la denominada arquitectura del hierro y  el vidrio, pero se esconde tras una monumental fachada de piedra de corte ecléctico historicista. La fachada del Sena se decoró con dos relojes enormes y con tres esculturas monumentales, personificaciones de las ciudades de Burdeos, Toulouse y Nantes. El interior presenta casetones de piedra ornamentados con rosetas como homenaje a las antiguas termas y basílicas de la época imperial romana. Se buscó que el pasajero arribado a París tuviera un digno recibimiento. Esta idea fue tomada como modelo para varias estaciones norteamericanas, la Estación Central de Nueva York entre ellas. 
La estación siguió en uso hasta 1939, año en el que deja de funcionar por no responder a los requerimientos técnicos de la época. En 1978 fue declarada patrimonio nacional y en 1979 se emprendieron las obras con el fin de convertirla en museo, siendo inaugurado este en 1986. El fin del museo fue albergar las colecciones de arte francés del período 1848-1914, eligiéndose para su definición dos acontecimientos históricos relevantes en la historia de Francia: el comienzo de la Segunda República Francesa y el estallido de la Primera Guerra Mundial. A nivel artístico, este período se corresponde con la irrupción de sucesivos cambios en el arte decimonónico pautado por la Academia, desde el realismo de artistas como Courbet y Millet, precedidos por obras de Ingres, Delacroix y Daumier,  pasando por el naturalismo de la Escuela de Barbizón y la radicalidad de la obra de Edouard Manet,  así como por la propuesta basada en la luz de las grandes figuras del impresionismo como Monet, Degas y Renoir, hasta los planteos protovanguardistas de los posimpresionistas como Cézanne, Tolouse-Lautrec, Van Gogh y Gauguin. De esta manera la colección del Museo de Orsay se convierte en un puente entre la colección del Louvre y la del arte de los siglos XX y XXI que registra el Centro Georges Pompidou.

Breve recorrido por algunos exponentes paradigmáticos de la pintura francesa del siglo XIX, presentes en la colección del Museo de Orsay
Selecciono a continuación, a modo de muestra, algunas de las obras maestras de la colección del Museo de Orsay, acompañándolas de un breve comentario.


Jean-August-Dominique Ingres. La fuente. 1856. Óleo sobre lienzo, 163 x 80 cm. Ingres (1780-1867) es, luego de David del que fue alumno, el otro gran pintor del Neoclasicismo, prolongando el estilo hasta la segunda mitad del siglo XIX. Se destacó por un depuradísimo sentido de la línea, del equilibrio y de la armonía en la construcción del cuadro. Precisamente por esta razón, la calidad de sus dibujos es insuperable. Desarrolló un esteticismo extraordinariamente sensible, sobre todo en la representación de desnudos femeninos, transformándose, en esta temática, en un referente para todos los pintores del siglo XIX. Pero Ingres gustaba de alterar las reglas rígidas de la Academia, para lograr efectos estéticos sorprendentes, como lo hizo en Gran bañista, llamada también La bañista de Valpinçon, de 1808. La admiración por la escultura clásica la pone de manifiesto en La fuente, a la que le dedicó toda su vida. Resulta magnífico el pulido de las carnes, lisas y luminosas como el mármol. Remite a las obras de Rafael, de quien toma la gracia de la figura, el tipo de sonrisa, la fluidez de la silueta, así como la pureza del entorno.

 
Gustave Courbet. Un entierro en Ornans. 1849-1850. Óleo sobre lienzo, 315 x 668 cm. Courbet (1819-1877) sostenía que el arte debía representar el mundo tal como es y basarse en una observación empírica de la realidad, en los hechos objetivos y no en las convenciones artísticas. Negaba firmemente que un artista tuviera la capacidad de poder reproducir aspectos o hechos ni del pasado ni del futuro, afirmando que la pintura de temática histórica solo era posible si se la aplicaba a los hechos del presente, y que la función del artista debía ser la de convertirse en un cronista de su época, para que sus obras pudieran ser apreciadas por sus contemporáneos como una expresión de su tiempo, y como testimonio para las generaciones del futuro.
De esta forma, Courbet se convirtió en un verdadero iconoclasta de los dictámenes de la Academia, que era la institución que establecía las pautas que regían la escena artística francesa, y de alguna manera, también a nivel mundial.
Este gigantesco lienzo, en el que Courbet representaba un entierro como una escena de masas con unas cuarenta figuras, fue duramente criticado. El aspecto más polémico era la desproporción entre el tema y la realidad, entre los medios utilizados para la realización y el contenido de la obra. Hubiera sido muy distinto si se tratara de un tema histórico relevante o de una alegoría clásica o religiosa. Pero, ¿se justificaban tales dimensiones para representar el entierro de un simple ciudadano de Ornans?
La obra se convirtió así en un vehículo por el que el artista manifestaba su pretensión de modernizar la pintura histórica. El lienzo representa un entierro celebrado en 1848 en Ornans, pequeña ciudad perteneciente al Franco Condado, de donde procedía el artista. El fallecido era un pariente de Courbet y la mayoría de los asistentes se pueden reconocer como parientes y amigos del pintor. La colocación de las personas es inexacta con respecto a la perspectiva. La obra recuerda los retratos de grupo holandeses del siglo XVII, ya que Courbet concedió una gran importancia al carácter de retrato de muchas de las personas representadas. El realismo de la escena se agudiza con el negro de los vestidos y el grisáceo del paisaje, que transmiten una sensación de tristeza y desconsuelo. El lenguaje artístico de la pintura transmite directamente la tosquedad, la monotonía y la simplicidad de la existencia en el campo, lo que fue interpretado como un atrevimiento por los ciudadanos ricos y cultos de París, escandalizados con el encumbramiento que el cuadro asignaba a los provincianos.


Jean-François Millet. Las espigadoras. 1857. Óleo sobre lienzo,83,5 x 111 cm. Millet (1814-1875) fue tildado de “socialista” por la elección de temas vinculados a la realidad de los campesinos, siendo sus obras ásperamente criticadas en los Salones en los que participó, por considerárselas ajenas al gusto de la época. No tuvo la pintura de Millet, la carga militante de la realizada por Courbet, ya que a pesar de la intensidad de los temas que trabajaba, generalmente los mismos se desarrollan en un ambiente calmo y no exento de cierta emotividad, debido al tratamiento que el artista daba a sus paisajes.
Las espigadoras se expuso en el Salón de Paris de 1857. Muestra a tres campesinas en plena tarea de recoger espigas bajo la luz de un sol crepuscular, lo que permite inferir que el suyo ha sido un trabajo de todo el día.
La dura actividad de estas mujeres, que trabajaban inclinadas, sin mayor descanso, les provocaba intensos dolores de espalda (véase la imagen de la campesina de la izquierda apoyando su mano izquierda sobre su cintura), es mostrada por Millet con un marcado tono heroico, propio de su interpretación de la realidad rural, poblada de héroes anónimos que trabajan para toda la sociedad; mientras en el fondo de la escena se destaca la imagen ecuestre del terrateniente dueño de esas tierras vigilando a sus trabajadores.
Muchos críticos de la época consideraron esta pintura como “un verdadero llamado a un levantamiento de las masas campesinas en protesta por sus terribles condiciones de trabajo”, al representar crudamente a los sectores más pobres de la población francesa, en una tarea: el derecho a espigar, que implicaba que los más desprotegidos del campo tenían la posibilidad de recoger las espigas de trigo que quedaban el suelo, luego de la cosecha, para poder hacer su  propia harina.
La casi mimetización de colores entre la ropa de las campesinas y el paisaje, y la posición encorvada de las mismas, reafirman la idea de un apego a la tierra. A su vez, al colocar bastante elevada la línea del horizonte, se destacan claramente a las protagonistas de la obra.


Edouard Manet. Almuerzo campestre. 1863. Óleo sobre lienzo, 208 x 264,5 cm. A pesar que el propio Manet nunca se definió como impresionista, fue sin dudas el precursor del Impresionismo. Muchos historiadores lo consideran también como el padre de la pintura moderna, al remarcar que su interés siempre estuvo puesto en considerar al lienzo como superficie real de creación, procurando que nada influyera al momento de iniciar su creación. Buscó actualizar la pintura a su tiempo, y es por eso que resulta difícil ubicarlo en ningún estilo en particular, colocándose a mitad de camino entre el realismo y el impresionismo. Sus obras buscaron mostrar la modernidad de su época, de ahí su predilección por representar ámbitos de carácter urbano, como plazas, parques, calles, cafés, reuniones en salones, etc., abandonando definitivamente los temas históricos, religiosos, mitológicos y alegóricos. Pero al mismo tiempo Manet se mantuvo apegado al formato clásico ya que los temas de los nuevos tiempos los representó en formatos de expresión tradicionales en la historia del arte.
Este escandaloso cuadro, expuesto en el Salón de los Rechazados de 1863, no representa ningún almuerzo campestre como reza su título. Muestra la prostitución que en aquel entonces tenía como escenario el Bois de Boulogne. Este hecho era sobradamente conocido en París, pero no se hablaba sobre el tema que, por supuesto, era indigno de ser representado en un cuadro. Dos hombres bien vestidos e inmersos en una discusión están sentados en el suelo junto a una joven desnuda, que mira fijamente al espectador. Al fondo, otra joven se baña en un lago con el agua hasta las rodillas. Una observación detallada permite descubrir lo extraña y desconcertante que resulta la composición del grupo de figura, que más bien parece un collage pegado artificialmente en el escenario de un bosque. Está claro que no se trata de una escena observada por el pintor, sino de un calculado montaje que remite a ejemplos anteriores de la historia del arte. En siluetas de figuras que en antecedentes clásicos podrían corresponder a figuras mitológicas, colocó y encajó a sus personajes burgueses que hablaban sobre el ambiente de la gran ciudad moderna.

 
Claude Monet. Las amapolas. 1873. Óleo sobre lienzo, 50 x 65 cm. Monet (1840-1926) desarrolla al máximo uno de los principios fundamentales del impresionismo: el interés por la luz y por la permanentemente modificación que esta realiza sobre los colores de los objetos que ilumina. En una de sus cartas, sostenía, a modo de reflexión, en 1925: “Yo sólo he tenido el mérito de pintar directamente de la naturaleza y haber intentado reproducir mis impresiones a partir de sensaciones fugaces”. Monet presente este cuadro, Las amapolas, en la primera exposición colectiva de los impresionistas, que se celebró en el año 1874. La obra constituye una prueba más de que los pintores del grupo elegían muy a menudo el moderno tema del tiempo libre y el ocio. Dos mujeres, acompañadas por sus hijos pequeños, se abren camino paseando entre la crecida hierba de un prado cuajado de amapolas. Sus elegantes trajes, sus sombreros y sus sombrillas ponen de manifiesto que no se trata de vulgares campesinas de provincias sino de acaudaladas damas de la ciudad que buscan la tranquilidad y el sosiego del campo. Las dos parejas están situadas en los extremos de una línea diagonal imaginaria a lo largo de la cual se extiende el paisaje. En este espacio luminoso las personas y la naturaleza se funden en un todo armónico.


Claude Monet. La estación de Saint-Lazare. 1877. Óleo sobre lienzo, 75,5 x 104 cm. A principios del año 1877 Monet comenzó a pintar una serie de doce cuadros con el tema de la estación de Saint-Lazare vista desde distintas perspectivas. El pintor utilizó así por primera vez el recurso de la repetición del mismo motivo, un rasgo que iba a convertirse en característico de su estilo durante la década de 1880. En la exposición impresionista de 1877 Monet presentó seis cuadros de la estación de Saint-Lazare y Émil Zola escribió al respecto: “Nuestros pintores están ahora obligados a descubrir la poesía de las estaciones, de la misma forma que nuestros antepasados descubrieron la poesía en los bosques y los ríos”. El acertado comentario de Zola se basaba en el hecho de que las estaciones simbolizaban la modernidad y el dinamismo de una existencia orientada hacia el futuro, tema que los impresionistas habían hecho suyo desde el principio. Monet permaneció fiel a la representación de las fachadas y de los alrededores de la estación, así como de la nave principal, con el incesante ir y venir de trenes y viajeros. A diferencia de las demás pinturas de Saint-Lazare, esta obra del Museo de Orsay muestra una perspectiva simétrica del colosal techo de la nave, que era una enorme construcción de hierro y cristal. El encuadre permite adivinar, al fondo, el puente de Europa y algunas casas. En el interior del vestíbulo de la estación, vapor y humo, trenes y viajeros crean una atmósfera pictórica vibrante en la que parecen percibirse hasta los sonidos.


Edgar Degas. La clase de danza. Aprox. 1873-76. Óleo sobre lienzo, 85 x 75 cm. Degas (1834-1917) fue uno de los más importantes pintores del siglo XIX e inicios del XX, que si bien está considerado dentro del grupo de los impresionistas, no resulta fácil de etiquetar.
Degas mostro mucho interés en el tratamiento que los pintores del Renacimiento daban, en sus obras, al vínculo entre el espacio y la realidad representada, interesándose en particular, en el trabajo con la perspectiva, y como los elementos de la composición se relacionaban con esta. Así la relación entre el espacio real y el representado, sirvió como fuente de investigación, llevando a Degas a realizar sus trabajos con una mirada casi fotográfica, cambiando el clásico ángulo de observación del espectador. Dentro del grupo de los impresionistas, que Degas integró desde su formación, fue el que visualizó y aplicó con mayor frecuencia las posibilidades técnicas y plásticas que  ofrecía la fotografía. Mostró un marcado interés por captar la instantaneidad del momento en las escenas que pintaba, para lo cual utilizaba frecuentemente la fotografía, la que le permitía preparar bocetos previos para luego poder reproducirlos, así como conseguir encuadres particulares para sus pinturas. Una de sus principales particularidades que lo diferenciaban del resto de sus compañeros, fue que no acostumbraba pintar al aire libre, sino que prefería la luz artificial de su estudio, o del interior de cafés, locales de ensayo, teatros, hipódromos, prostíbulos, cabarets, etc., centrando su interés en el mundo cotidiano, donde procuraba retratar a personajes anónimos. La clase de danza es su primera obra maestra dentro del campo temático de las bailarinas de ballet. El cuadro hace referencia a la gloria pasada de ese mundo, que estaba en franca decadencia en los tiempos del pintor. En medio del cuadro se ve al profesor Jules Perrot rodeado de alumnas. Perrot era una estrella de la Ópera de París, que había triunfado como bailarín, coreógrafo y profesor de danza también en ciudades como Londres y San Petersburgo. La respetuosa distancia que separa a las alumnas del maestro consigue realzarle dentro de la enorme sala. Degas reprodujo en sus cuadros de bailarinas escenas de las clases de baile y los ensayos, pero muy raramente de las representaciones. Con sus imágenes de entre bastidores el pintor ofrece una mirada íntima al fascinante mundo del ballet. Los detalles delicados y descriptivos como la jarra para humedecer el suelo abajo a la izquierda, la bailarina situada sobre el piano que se rasca la espalda, el abanico transparente de la muchacha del primer plano o la madre que abraza y consuela a su hija, no son nunca casuales, sino elementos cuidadosamente calculados por Degas. El pintor preparaba con mimo sus composiciones mediante un gran número de bocetos y apuntes. Incluso el detalle insignificante y cotidiano de la niña rascándose la espalda, está previsto ya en los estudios previos. Este motivo anecdótico es quizás un guiño al espectador, que puede ver lo que sin embargo no está al alcance de la vista del profesor.


Berthe Morisot. La cuna. 1872. Óleo sobre lienzo, 56 x 46 cm. Berthe Morisot (1841-1895) y Mary Cassat aportaron un decisivo elemento femenino al arte impresionista. Las mujeres y los niños de las familias burguesas, su vida tranquila y segura, interesaban muy poco a sus colegas masculinos. La cuna se expuso en la primera muestra impresionista, celebrada en 1874. Morisot fue la única mujer artista que participó en ella y estuvo representada nada menos que con ocho obras. Los personajes de esta escena son su hermana Edma y la hija de ésta, Blanche, nacida en 1871. El cuadro desprende un aire de cálida intimidad y refleja la entrañable relación existente entre la madre y su hija. Edma, sentada al lado de la cuna, vela con ternura el sueño de la recién nacida, que duerme con la manita derecha a la altura de la cabeza. La cortina de gasa sólo permite ver de forma difuminada la cara del bebé, ligeramente vuelta hacia el espectador. El perfil de Edma, sobre el que cae una cálida luz, está definido con trazos cuidados y decididos. La pintura impresionista de la década de 1870 se esforzaba por fijar el instante en un mundo en constante cambio. El cuadro de Berthe Morisot consigue este efecto de una forma tan perfecta que el tiempo parece haberse detenido. La hermana de la artista sujeta la cortina de la cuna con su mano derecha. Morisot parece querer transmitir al observador la idea de que en cualquier momento Edma puede moverse y romper la magia de la escena.

 
Pierre-Auguste Renoir. El columpio. 1876. Óleo sobre lienzo, 92 x 73 cm. Renoir (1841-1919), en una carta de 1867, expresaba: “Para mí, un cuadro debe ser algo amable, alegre y hermoso, si, hermoso. Ya hay demasiadas cosas desagradables en la vida como para que nos inventemos todavía más.” Dejaba en claro así, uno de los principales ejes que guiaron su trabajo, a lo largo de su vida. A pesar que Renoir realizó varios trabajos con la temática del paisaje, su foco estuvo puesto en la representación de escenas cotidianas, marcadas por la alegría, la despreocupación, los vínculos familiares y fraternales, y en particular, los retratos, los que se convirtieron en su principal fuente de ingresos. El estilo personal de Renoir marca claras diferencias con el de su amigo Monet. Mientras éste desarrolló  exclusivamente una pintura al aire, libre aplicando pinceladas ágiles y cortas, Renoir opta por una pintura de pinceladas suaves y modeladas, con las que lograba dar, por ejemplo, maravillosos efectos de luminosidad sobre la piel de sus personajes. De todos modos, sí compartió con Monet el gusto por el juego de colores generados por la luz sobre los objetos, y los reflejos que de estos se desprenden. El columpio se exhibió en la tercera exposición colectiva de los impresionistas, celebrada en 1877. Renoir se inspiró para realizar esta obra, como muy bien advirtieron sus coetáneos, en el arte francés del siglo XVIII y en la tradición pictórica de fiestas galantes, cultivada por Watteau o Fragonard. Renoir había copiado a esos maestros en el Museo del Louvre al comienzo de su carrera y se había ganado la vida pintando abanicos con motivos rococó. Estaba familiarizado por tanto con el tema de las fiestas campestres y galantes, es decir con las celebraciones que tenían lugar al aire libre, en plena naturaleza o en un parque. En esas reuniones sociales se charlaba y bailaba, se escuchaba música, y a veces, alguna dama se columpiaba para pasar el rato tranquilamente. Renoir sitúa esta escena en un jardín de Montmartre. Todas las figuras están bañadas por pequeñas pinceladas de luz. Como es frecuente en Renoir, el sol se filtra a través de la frondosa vegetación y lo inunda todo de reflejos brillantes, amarillos y azules. El color es el elemento unificador de los cuadros de Renoir: enlaza los motivos más lejanos con los del primer término, relaciona al hombre de delante con el grupo de figuras del segundo plano y sirve de puente entre las superficies toscas y poco trabajadas, como la corteza de los árboles o la tabla del columpio, y el rostro delicado de la mujer. Los impresionistas definían al color como “una sustancia universal y elemental” que lo hermana todo y permite la existencia de un mundo mágico y homogéneo.

 
Henri de Toulouse-Lautrec. La payasa Cha-U-Kao. 1895. Óleo sobre cartón, 64 x 49 cm. La obra de Toulouse-Lautrec (1864-1901) refleja el ambiente de los salones nocturnos: bailarinas, cantantes y prostitutas son sus modelos. En su técnica el dibujo, la captación del movimiento y la carga irónica y caricaturesca es esencial. Fue el impulsor del cartel en los que utilizaba grandes planos de color. Toulouse-Lautrec retrató en varias ocasiones a la payasa Chau-U-Kao. La bailarina y acróbata había saltado a la fama con sus actuaciones en el Moulin Rouge y en el Cirque Nouveau. El pintor representa a la corpulenta mujer con perfiles muy marcados lo que le da a la obra el aspecto de un cartel anunciador de un espectáculo. La figura femenina, medio de espaldas al observador, se destaca sobre un fondo turquesa y sobre el diván rojo de su camerino. La estrella del espectáculo da los últimos retoques a su vestuario antes de salir a escena. El estrafalario atuendo de Cha-U-Kao está compuesto por un vestido lila que deja los hombros al descubierto, un tutú de tul amarillo y una peluca blanca con un lazo haciendo juego. En el espejo se distingue una figura masculina que contempla la escena. La aclamada payasa de Montmartre no está sola; ha recibido la visita de un hombre.


Henri de Toulouse-Lautrec. Jane Avril bailando. Aprox. 1892. Óleo sobre cartón, 85,5 x 45 cm. También la bailarina Jane Avril provenía de la escena artística de Montmartre. En 1884 Toulouse-Lautrec entró en contacto con este mundo que iba a marcar profundamente su pintura durante años. Este artista gustaba de tener una modelo favorita: así en 1891 lo fue La Goulue y más tarde la bailarina Jane Avril, conocida con el apodo de La Mélinite (la explosiva) por su rápido movimiento de piernas y sus giros de caderas al bailar. La prensa se refería a ella como a una “orquídea en movimiento”. A Toulouse-Lautrec el mundo del cabaret sólo le interesaba en la medida en que estaba relacionado con las personas representadas en sus cuadros. El hombre sentado en el palco de la derecha es el “inglés del Moulin Rouge”, según se le llamaba en el título de una litografía de 1892. La obra, esquemática y abocetada, prescinde de cualquier elemento accesorio. La alternancia de superficies pintadas con fragmentos de cartón desnudos es característica del estilo abierto que practicó Toulouse-Lautrec entre finales de 1886 y 1896.



Vincent Van Gogh. Autorretrato. 1889. Óleo sobre lienzo, 65 x 45,5 cm. Van Gogh (1853-1890) fue un apasionado del color como vehículo para expresar las frecuentes depresiones y angustias que padeció. Su pincelada es muy característica, sinuosa, cursiva y espesa; los colores son a veces agresivos con contrastes no frecuentes. Este autorretrato, que Van Gogh realizó entre los meses de agosto y setiembre de 1889 en Saint-Rémy, es el último de una serie compuesta por cuarenta obras en total. Van Gogh, al igual que Rembrandt, su famoso compatriota, buscó una y otra vez la confrontación pictórica consigo mismo. De ello da testimonio el gran número de autorretratos que realizó a lo largo de su vida. Así inauguró una tradición que llevó a este género a la cúspide de la expresividad y que terminó desembocando en el expresionismo alemán de la mano de Edvard Munch (1863-1944). Lo que Van Gogh buscaba con sus autorretratos no era conseguir el “parecido fotográfico”, sino “la expresión emocional”. El fondo monocolar (“el azul tiene algo de meridional”, afirma Van Gogh en una carta) cobra movimiento a través del trazo suelto. El azul es, además, el color del horizonte. Por ello, al pintar la chaqueta y el chaleco con ese mismo tono, Van Gogh pretende marcar las distancias con el espectador. Sin embargo el contraste derivado del color rojo del pelo y la barba produce el efecto óptico de acercar el rostro. En medio de esa tensión cromática la camisa blanca aporta una nota de calma.
 


Los textos que acompañan la selección de obras fueron tomados total o parcialmente de los siguientes dos trabajos:

  •  Salandrú, Mónica y Rodríguez Compare, Fernando. “El Arte y la Historia: del Neoclasicismo al Impresionismo”. 2011 clic aquí
  • Gärtner, Peter. “Museo de Orsay”. 2007. Edit. Ullmann & Könemann

1 comentario:

  1. GRACIAS por hablar de la arquitectura del museo, llevaba mucho buscando una página que hablara sobre ello tras la remodelación, aunque fuera levemente. Buen artículo.

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